En una noche que quedará escrita en la historia del fútbol asturiano, el Puerto de Vega, el Veiga para los que somos de allí, rozó la epopeya frente al Celta de Vigo. El marcador, un 0-2 que favoreció al equipo de Primera División, fue lo de menos. Lo que se vivió sobre el césped y en las gradas del campo de El Pardo fue mucho más que un partido: fue una lección de dignidad, orgullo y sentimiento de pueblo.
Desde primeras horas de la víspera del choque, las calles del puerto marinero se llenaron de camisetas verdes y bufandas azules. Familias enteras, vecinos que apenas cabían en la pequeña tribuna, jóvenes que se asomaban desde los muros y balcones, y visitantes que habían hecho kilómetros solo para ver cómo un club humilde desafiaba a un histórico de la Liga. El ambiente era una mezcla de fiesta patronal y acto de fe deportiva.
En el terreno de juego, el Puerto de Vega respondió como lo hace quien sabe que está ante su momento. Sin complejos, con orden y con un corazón que latía al ritmo de toda una comarca necesitada de alegrias. El Celta dominó en recursos y posesión, pero los locales pusieron lo que no se entrena: la pasión de quienes sienten que representan algo más que un escudo.
Durante buena parte del primer tiempo, los asturianos resistieron el empuje del rival con un fútbol valiente y solidario. Cada despeje, cada carrera y cada parada se celebraban como goles. Cuando finalmente el conjunto gallego logró abrir el marcador, el estadio no enmudeció: respondió con una ovación que parecía decir “aquí estamos”.
En la segunda mitad, el guion se repitió. El Celta buscó cerrar el encuentro y el Puerto de Vega se negó a rendirse. Los cambios refrescaron piernas y el público empujó como si cada balón fuera una causa propia. Cuando el segundo tanto visitante cayó ya en el tramo final, el aplauso volvió a ser unánime. Nadie miró el reloj ni el resultado: todos miraban al campo con una mezcla de orgullo y emoción.
Al terminar el encuentro, los jugadores locales fueron despedidos como héroes. Los más pequeños saltaron la valla para abrazar a sus ídolos, que minutos antes habían compartido césped con futbolistas de la élite. En ese instante, el marcador ya no contaba; lo que contaba era la historia escrita por un club modesto que se ganó el respeto de toda Asturias y de buena parte del fútbol español.
Veiga, con apenas unos miles de habitantes, se convirtió durante noventa minutos en el centro del mapa futbolístico. Su equipo demostró que el alma y el coraje aún pueden desafiar a la lógica del presupuesto y del poder deportivo. Y que cuando un pueblo entero se une detrás de sus colores, ni siquiera un rival de Primera puede evitar reconocerlo.
Aquella noche no hubo derrota. Hubo una victoria de las que no se reflejan en el marcador: la de un pueblo que creyó, la de un equipo que soñó y la de un fútbol que, por una vez, volvió a ser puro y humano.

